“Esta ronda la
pago yo”. “¿Me invitas a una copa?” “Mi marido es muy bueno
conmigo, siempre me ha dejado toda la libertad del mundo con el
dinero”.
Los hombres de este
país nos valoramos poco. Tanto que es casi una cuestión de honor
pagar las rondas en el bar cuando te juntas con un grupo de amigos y
si no te han dejado hacerlo con la primera lo haces con la segunda,
la tercera o la que te toque. Irse sin sacar la cartera y hacer los
honores al honor es casi un acto de vileza, de miseria, propio de
fracasados tal vez porque muestra que eres tan poquita cosa que ni
siquiera puedes meter la mano en el bolsillo y sacar unos billetes.
Es también una cuestión de honor, aunque cada vez menos porque
también cada vez creemos más en la igualdad, invitar a las mujeres
en las visitas al bar, al menos cuando del tiempo de ocio se trata
que en el trabajo no se entiende de sexos. ¿Y qué decir de
preocuparse de en qué se gasta el dinero de la unidad familiar? La
mujer, los hijos, los gastos comunes, las vacaciones en el mar y la
renovación periódica del ajuar y mobiliario son tareas ineludibles
y necesarias, no merece la pena ni ocuparse ni preocuparse de ello.
En la salud y la enfermedad, la riqueza y la pobreza, la familia no
se entiende sin compartir. Los hombres de este país somos generosos
con nuestros amigos, seres queridos, conocidos y el mundo en general.
No sé hasta cuándo
podríamos remontarnos para conocer el origen de tan altruista
comportamiento, pero se me ocurre que tiene un cierto parecido con
los banquetes de la época de los romanos. En aquella época el pater
familias era un tipo respetado, honorable y valorado en su entorno.
Daba igual que se tratase de un centurión de la guardia pretoriana
del mandamás de turno o del individuo que limpiaba las alcantarillas
(digo yo que habría alcantarillas en aquella época). Más allá del
reconocimiento social que el hombre recibía por su trabajo, y que
como en todas las épocas de la historia era variable, cuando volvía
a su casa era un ciudadano romano más y organizaba, siempre dentro
de la medida de sus recursos económicos, reuniones en plan
tragaldabas a las que muy apropiadamente denominaban banquetes y en
las que intentaba aparentar y darse a conocer como un romano
pudiente. Había dos organizaciones sociales paralelas: La del
trabajo, con sus niveles de estatus y poder, y la de la vida privada
que funcionaba por la vía del famoseo y que también otorgaba no
poco estatus permitiendo al pater familias sentirse importante,
valorado y apreciado en su ciudad. Y es que por aquel entonces ser un
don nadie socialmente debía ser mucho peor que ahora.
Nosotros no
celebramos banquetes, al menos no con la frecuencia con la que lo
hacían los antiguos romanos. Cierto que todavía tenemos una cierta
querencia a santificar las fiestas alrededor de una mesa y el
banquete se ha convertido en parte necesaria en bodas, bautizos,
comuniones y demás. En estos eventos la familia organizadora (porque
ahora el pater familias pasó a la historia y quien organiza todo
esto suele ser la mater familias, su madre, hijas y hermanas) no
repara en gastos para impresionar a los asistentes y mostrar su nivel
de estatus, aunque a diferencia de los tiempos de los romanos el
gasto suele sufragarse a escote por la mayoría de los asistentes. Lo
importante es que asistan los invitados clave, y que vean que en esa
casa las cosas se hacen por todo lo alto aunque luego tengan que
pedir un préstamo para pagar la revisión del coche o Cáritas les
abone el recibo de la luz, al fin y al cabo eso no se ve. Tal vez
nuestras grandes comilonas para aparentar hayan quedado reducidas a
la BBC, las fiestas de Navidad en las que algunas familias comen como
si no hubiera mañana sin darse cuenta de que lo único que consiguen
con tanto aparentar es hacer el tonto porque es absurdo demostrar a
tus hijos, nueras y yernos que eres capaz de gastarte el dinero en
comer inventos de lo mas absurdo que lo más seguro que van a hacer
es producirte una indigestión además de elevar tus niveles de
glucosa en sangre, incrementar tu colesterol y agravar la incipiente
gota que seguro que vas incubando desde hace mucho tiempo, y los días
en que queremos impresionar a la mater familias llevandola a comer al
restaurante pijo ese que esta tan de moda, que al fin y al cabo el
amor hay que cuidarlo y a la pareja hay que conquistarla un poco cada
dia. Pero, fuera de eso, la ancestral costumbre del banquete diario,
semanal o quincenal parece haberse ido perdiendo o al menos diluyendo
en el tiempo.
Ahora nos hemos
vuelto minimalistas. En vez de pegarnos un opíparo cenorrio nos
vamos con los amigotes al bar y nos tomamos una ronda de lo que sea,
y luego otra, otra, y otra. Sacamos la cartera y decimos con
suficiencia aquello de “esta la pago yo”. Pagamos una, dos o tres
en función del pecunio del que dispongamos y nos quedamos mas anchos
que largos porque, aunque luego hayan hecho lo propio los otros,
hemos sido los primeros y nuestro acto tiene mas valor, hemos
demostrado a nuestros compañeros que la vida nos va bien, que somos
ciudadanos de primera y que, aunque en nuestra sociedad matriarcal
del siglo XXI sea nuestra mujer la que lleva todo en nuestra casa,
siempre nos queda una pequeña aldea gala, un reducto de dignidad en
el que somos unos auténticos pater familias. Como tiene que ser.
Ahora ha vuelto a
ponerse de moda la caballerosidad y todos queremos ser caballeros
aunque sea como don Quijote y no escuderos como Sancho Panza, un tipo
que sería simpático, pero es un ejemplo de fracasado, perdedor y un
buen numero de antivirtudes sociales. Ahora que lo pienso no creo que
seamos tampoco muy partidarios de ser como don Alonso Quijano, sino
más bien como algun otro alto dignatario de cuyo nombre tal vez no
nos acordemos pero que se distinguía por su estatus, poder y respeto
a los demás, especialmente al sexo femenino. Porque una de las
grandes virtudes del caballero es el respeto y la veneración a las
mujeres, el aceptar sin ninguna duda aquello que dice que si un barco
se hunde han de salvarse primero las mujeres y los niños, o la ley
no escrita que prescribe que a las mujeres jamás se les pega. Para
un caballero la vida de un hombre tiene una importancia relativa, la
de una mujer absoluta, y el honor (¿que honor?) es fundamental hasta
el punto de tener que defenderlo con todos los medios al alcance
llegando incluso, si necesario fuese, a exponer la propia vida como
se hacía en la época de los románticos que se batían en duelo
cuando se veían mancillados. Ahora, afortunadamente, ya no nos
batimos en el duelo y hemos aparcado la zafia expresión “ven aquí
si tienes cojones”, pero mantenemos un concepto de caballerosidad
modificada, como modificada es nuestra versión de los banquetes.
Somos también caballeros minimalistas, y nuestro respeto extremo a
las mujeres ha desaparecido en todas las situaciones en las que
pueden ser nuestras rivales pero se mantiene intacto cuando del ocio
y el juego de la seducción se trata. Como los pobres ignorantes que
somos, fuimos o estamos dejando de ser, entendemos que somos nosotros
quienes las conquistamos y que tenemos que ponernos a sus pies y
tratarlas como princesas para poder gozar de sus favores. En el fondo
no estamos tan lejos de don Quijote y Dulcinea, aunque nosotros al
menos oímos su voz, las olemos y sentimos su aliento. Por eso,
cuando hay posibilidad de una relación cercana, nos convertimos en
sus chóferes, las acompañamos a centros comerciales, miramos para
el otro lado mientras opinan que nuestras madres y hermanas son unas
miserables y las suyas unas santas, loamos hasta la saciedad todo
aquello que dicen hacer por nosotros y además pagamos sus
consumiciones cuando acudimos a los centros de ocio que, cuando las
grandes superficies comerciales no están disponibles, son bares y
restaurantes. No nos importa que ellas no paguen las consumiciones,
porque en este caso también estamos haciendo una ostentación de
estatus y posición social, demostrándolas que podemos ser unos
buenos aprovisionadores de sus necesidades. Porque un caballero nunca
se preocupa de si mismo, lo importante es y sera siempre su familia,
y el respeto que pueda infundir en la sociedad que le rodea.
Y, si queremos
impresionarlas para que se conviertan en nuestras parejas, también
debemos comportarnos como caballeros cuando lo sean. Si con las
invitaciones les demostramos que podíamos ser buenos
aprovisionadores cuando mantengamos la convivencia, además de
agradecerles todos y cada uno de los días de nuestra vida la
abnegación y el sacrificio que hacen por nosotros, no podemos ser
cicateros y hemos de dejarles disponer como y cuando quieran del
dinero que ganamos en nuestro trabajo, ganen ellas o no en el suyo y
especialmente si no lo hacen. No preguntemos más que si tienen
suficiente y, si no es así, busquemos otro empleo, subamos los
precios de los productos que vendemos, engañemos a nuestros clientes
o llevemos a cabo lo que haga falta para que a ellas y al resto de
nuestra familia no les falte de nada. Seamos caballeros.
Nos hemos valorado
poco a lo largo de toda la historia. Nuestros antepasados murieron
luchando por Dios, por la Patria, por ideales que nunca merecieron
que por ellos se vertiera ni una gota de nuestra sangre. Nos creímos
aquello de la discriminación de la mujer y permitimos que se
aprobaran leyes que las favorecian sobre nosotros. Cedimos el control
que nunca tuvimos sobre el mundo privado y hemos llegado a un lugar
común en el que la vida de un hombre apenas tiene valor, como no lo
tienen ni sus ideales ni sus acciones a no ser que beneficien a
alguien. Y al tocar fondo nos ha ocurido lo mismo que a Adán y Eva
cuando estaban en el paraíso y comieron del árbol del conocimiento:
Vimos que generación tras generación habíamos sido objeto de un
gigantesco engaño, de una mentira asociada al estatus y al poder.
Porque, como decía el tio Ben, un gran poder conlleva una gran
responsabilidad y a nosotros, nuestros padres, nuestros abuelos y el
resto de antepasados se las dieron todas en la misma cara porque
fueron unos caballeros.
No se trata de
convertirnos en unos hijos de puta porque tampoco lo fueron (¿o si?)
quienes se beneficiaron del concepto de caballerosidad para
aprovecharse siglo tras siglo de generaciones de hombres que nunca
supieron si iban, venían, o qué coño hacían. Se trata de empezar
a valorarnos, de entender que nuestra vida tiene un sentido, un
camino, y que ni es ni tiene por que ser convertirnos en
aprovisionadores ni en muñecos hinchables de nadie. Si os parece,
podemos empezar por volver a valorar el dinero.
Cuando invitamos a
los amigos o a la amiga en el bar, cuando nos despreocupamos de cómo
y en qué se gasta el dinero que antes habíamos ganado estamos
renunciando a una parte de nosotros mismos, y lo hacemos libremente
porque nadie nos obliga a ello. Elegimos hacer una donación a
personas que nos importan por caballerosidad, educación o porque sí,
damos sin esperar nada a cambio más allá de un reconocimiento que
sabemos efímero porque somos conscientes de que tenemos que
recargarlo casi continuamente. Esperar recibir algo a cambio no es de
caballeros, es de rufianes interesados y ninguno de nosotros aspira a
tan bajo tratamiento, pero si pudiéramos pararnos a pensar por un
momento podríamos darnos cuenta de que aquellos con los que creemos
compartir realmente sólo están ahí para recibir y que, fuera de
esos amigos que al igual que nosotros se prestan por hacer la misma
donación de su dinero que nosotros hicimos antes, el resto
desaparecerán cuando lo hagan el estatus y nuestro papel como
fuentes de vida fácil.
Es prosaico y poco
caballero hablar de dinero, pero también inevitable. Primero, porque
no ser caballero no significa necesariamente ser rufián como no
creemos que lo sean aquellos que se benefician de nosotros, y segundo
porque habría que preguntarse cómo hemos hecho para conseguirlo y
eso a buen seguro nos dará una información clara sobre su auténtico
valor. Es más fácil gastarse lo que te tocó en un sorteo de la
primitiva que aquello para lo que trabajaste durante varios años, o
al menos así podría y me atrevo a decir que debería ser. Porque
ese dinero que tan alegremente regalamos a unos y otros para hacerles
la vida más fácil suele ser una parte de nuestra vida, el fruto de
un tiempo de esclavitud pagada que ocupa la mayor parte de nuestros
días. Desde que Adán adquirió el conocimiento al comer del árbol
fue consciente de que ganaría el pan con el sudor de su frente y así
ha sido para la mayor parte de nosotros. Tal vez por eso a alguien se
le ocurrió devolvernos a la ignorancia, hacernos creer que el
sentido de nuestra vida era aprovisionar a los otros y crear una
familia en la que desempeñar el papel de pater por mucho que éste
haya sido a lo largo de la historia más irrelevante que otra cosa.
Nos valoramos poco
porque valoramos poco nuestro dinero, porque nos lo gastamos y
permitimos que se gaste alegremente, que nos lo arrebaten los
mercaderes con sus estrategias de marketing, nuestras familias con la
avidez por consumir que caracteriza a muchas de ellas y todos
aquellos que incluso más allá del comercio tradicional nos generan
necesidades que sólo ellos pueden satisfacer y que nunca compensarán
el tiempo de nuestras vidas que hemos dedicado a ellas. Nos valoramos
poco porque no reivindicamos nuestros derechos, porque nos callamos
asumiendo el rol de caballero que parecen habernos grabado en los
genes, porque los hombres no se quejan, no lloran, sólo actúan y lo
hacen para colaborar para el bien de otros, porque aceptamos con
resignación el rol de esclavo que la sociedad nos impone para poder
obtener una retribución que mayoritariamente disfrutan y gastan
otros, porque realizamos conductas de riesgo que nos llevan a una
destrucción más o menos lenta para poder soportar el desasosiego
que nos supone no poder expresar lo que sentimos simplemente porque
no se nos valora o no se tiene en cuenta.
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