sábado, 13 de agosto de 2016

Nos valoramos poco, muy poco... y así nos va


“Esta ronda la pago yo”. “¿Me invitas a una copa?” “Mi marido es muy bueno conmigo, siempre me ha dejado toda la libertad del mundo con el dinero”.

Los hombres de este país nos valoramos poco. Tanto que es casi una cuestión de honor pagar las rondas en el bar cuando te juntas con un grupo de amigos y si no te han dejado hacerlo con la primera lo haces con la segunda, la tercera o la que te toque. Irse sin sacar la cartera y hacer los honores al honor es casi un acto de vileza, de miseria, propio de fracasados tal vez porque muestra que eres tan poquita cosa que ni siquiera puedes meter la mano en el bolsillo y sacar unos billetes. Es también una cuestión de honor, aunque cada vez menos porque también cada vez creemos más en la igualdad, invitar a las mujeres en las visitas al bar, al menos cuando del tiempo de ocio se trata que en el trabajo no se entiende de sexos. ¿Y qué decir de preocuparse de en qué se gasta el dinero de la unidad familiar? La mujer, los hijos, los gastos comunes, las vacaciones en el mar y la renovación periódica del ajuar y mobiliario son tareas ineludibles y necesarias, no merece la pena ni ocuparse ni preocuparse de ello. En la salud y la enfermedad, la riqueza y la pobreza, la familia no se entiende sin compartir. Los hombres de este país somos generosos con nuestros amigos, seres queridos, conocidos y el mundo en general.

No sé hasta cuándo podríamos remontarnos para conocer el origen de tan altruista comportamiento, pero se me ocurre que tiene un cierto parecido con los banquetes de la época de los romanos. En aquella época el pater familias era un tipo respetado, honorable y valorado en su entorno. Daba igual que se tratase de un centurión de la guardia pretoriana del mandamás de turno o del individuo que limpiaba las alcantarillas (digo yo que habría alcantarillas en aquella época). Más allá del reconocimiento social que el hombre recibía por su trabajo, y que como en todas las épocas de la historia era variable, cuando volvía a su casa era un ciudadano romano más y organizaba, siempre dentro de la medida de sus recursos económicos, reuniones en plan tragaldabas a las que muy apropiadamente denominaban banquetes y en las que intentaba aparentar y darse a conocer como un romano pudiente. Había dos organizaciones sociales paralelas: La del trabajo, con sus niveles de estatus y poder, y la de la vida privada que funcionaba por la vía del famoseo y que también otorgaba no poco estatus permitiendo al pater familias sentirse importante, valorado y apreciado en su ciudad. Y es que por aquel entonces ser un don nadie socialmente debía ser mucho peor que ahora.

Nosotros no celebramos banquetes, al menos no con la frecuencia con la que lo hacían los antiguos romanos. Cierto que todavía tenemos una cierta querencia a santificar las fiestas alrededor de una mesa y el banquete se ha convertido en parte necesaria en bodas, bautizos, comuniones y demás. En estos eventos la familia organizadora (porque ahora el pater familias pasó a la historia y quien organiza todo esto suele ser la mater familias, su madre, hijas y hermanas) no repara en gastos para impresionar a los asistentes y mostrar su nivel de estatus, aunque a diferencia de los tiempos de los romanos el gasto suele sufragarse a escote por la mayoría de los asistentes. Lo importante es que asistan los invitados clave, y que vean que en esa casa las cosas se hacen por todo lo alto aunque luego tengan que pedir un préstamo para pagar la revisión del coche o Cáritas les abone el recibo de la luz, al fin y al cabo eso no se ve. Tal vez nuestras grandes comilonas para aparentar hayan quedado reducidas a la BBC, las fiestas de Navidad en las que algunas familias comen como si no hubiera mañana sin darse cuenta de que lo único que consiguen con tanto aparentar es hacer el tonto porque es absurdo demostrar a tus hijos, nueras y yernos que eres capaz de gastarte el dinero en comer inventos de lo mas absurdo que lo más seguro que van a hacer es producirte una indigestión además de elevar tus niveles de glucosa en sangre, incrementar tu colesterol y agravar la incipiente gota que seguro que vas incubando desde hace mucho tiempo, y los días en que queremos impresionar a la mater familias llevandola a comer al restaurante pijo ese que esta tan de moda, que al fin y al cabo el amor hay que cuidarlo y a la pareja hay que conquistarla un poco cada dia. Pero, fuera de eso, la ancestral costumbre del banquete diario, semanal o quincenal parece haberse ido perdiendo o al menos diluyendo en el tiempo.
Ahora nos hemos vuelto minimalistas. En vez de pegarnos un opíparo cenorrio nos vamos con los amigotes al bar y nos tomamos una ronda de lo que sea, y luego otra, otra, y otra. Sacamos la cartera y decimos con suficiencia aquello de “esta la pago yo”. Pagamos una, dos o tres en función del pecunio del que dispongamos y nos quedamos mas anchos que largos porque, aunque luego hayan hecho lo propio los otros, hemos sido los primeros y nuestro acto tiene mas valor, hemos demostrado a nuestros compañeros que la vida nos va bien, que somos ciudadanos de primera y que, aunque en nuestra sociedad matriarcal del siglo XXI sea nuestra mujer la que lleva todo en nuestra casa, siempre nos queda una pequeña aldea gala, un reducto de dignidad en el que somos unos auténticos pater familias. Como tiene que ser.

Ahora ha vuelto a ponerse de moda la caballerosidad y todos queremos ser caballeros aunque sea como don Quijote y no escuderos como Sancho Panza, un tipo que sería simpático, pero es un ejemplo de fracasado, perdedor y un buen numero de antivirtudes sociales. Ahora que lo pienso no creo que seamos tampoco muy partidarios de ser como don Alonso Quijano, sino más bien como algun otro alto dignatario de cuyo nombre tal vez no nos acordemos pero que se distinguía por su estatus, poder y respeto a los demás, especialmente al sexo femenino. Porque una de las grandes virtudes del caballero es el respeto y la veneración a las mujeres, el aceptar sin ninguna duda aquello que dice que si un barco se hunde han de salvarse primero las mujeres y los niños, o la ley no escrita que prescribe que a las mujeres jamás se les pega. Para un caballero la vida de un hombre tiene una importancia relativa, la de una mujer absoluta, y el honor (¿que honor?) es fundamental hasta el punto de tener que defenderlo con todos los medios al alcance llegando incluso, si necesario fuese, a exponer la propia vida como se hacía en la época de los románticos que se batían en duelo cuando se veían mancillados. Ahora, afortunadamente, ya no nos batimos en el duelo y hemos aparcado la zafia expresión “ven aquí si tienes cojones”, pero mantenemos un concepto de caballerosidad modificada, como modificada es nuestra versión de los banquetes. Somos también caballeros minimalistas, y nuestro respeto extremo a las mujeres ha desaparecido en todas las situaciones en las que pueden ser nuestras rivales pero se mantiene intacto cuando del ocio y el juego de la seducción se trata. Como los pobres ignorantes que somos, fuimos o estamos dejando de ser, entendemos que somos nosotros quienes las conquistamos y que tenemos que ponernos a sus pies y tratarlas como princesas para poder gozar de sus favores. En el fondo no estamos tan lejos de don Quijote y Dulcinea, aunque nosotros al menos oímos su voz, las olemos y sentimos su aliento. Por eso, cuando hay posibilidad de una relación cercana, nos convertimos en sus chóferes, las acompañamos a centros comerciales, miramos para el otro lado mientras opinan que nuestras madres y hermanas son unas miserables y las suyas unas santas, loamos hasta la saciedad todo aquello que dicen hacer por nosotros y además pagamos sus consumiciones cuando acudimos a los centros de ocio que, cuando las grandes superficies comerciales no están disponibles, son bares y restaurantes. No nos importa que ellas no paguen las consumiciones, porque en este caso también estamos haciendo una ostentación de estatus y posición social, demostrándolas que podemos ser unos buenos aprovisionadores de sus necesidades. Porque un caballero nunca se preocupa de si mismo, lo importante es y sera siempre su familia, y el respeto que pueda infundir en la sociedad que le rodea.
Y, si queremos impresionarlas para que se conviertan en nuestras parejas, también debemos comportarnos como caballeros cuando lo sean. Si con las invitaciones les demostramos que podíamos ser buenos aprovisionadores cuando mantengamos la convivencia, además de agradecerles todos y cada uno de los días de nuestra vida la abnegación y el sacrificio que hacen por nosotros, no podemos ser cicateros y hemos de dejarles disponer como y cuando quieran del dinero que ganamos en nuestro trabajo, ganen ellas o no en el suyo y especialmente si no lo hacen. No preguntemos más que si tienen suficiente y, si no es así, busquemos otro empleo, subamos los precios de los productos que vendemos, engañemos a nuestros clientes o llevemos a cabo lo que haga falta para que a ellas y al resto de nuestra familia no les falte de nada. Seamos caballeros.

Nos hemos valorado poco a lo largo de toda la historia. Nuestros antepasados murieron luchando por Dios, por la Patria, por ideales que nunca merecieron que por ellos se vertiera ni una gota de nuestra sangre. Nos creímos aquello de la discriminación de la mujer y permitimos que se aprobaran leyes que las favorecian sobre nosotros. Cedimos el control que nunca tuvimos sobre el mundo privado y hemos llegado a un lugar común en el que la vida de un hombre apenas tiene valor, como no lo tienen ni sus ideales ni sus acciones a no ser que beneficien a alguien. Y al tocar fondo nos ha ocurido lo mismo que a Adán y Eva cuando estaban en el paraíso y comieron del árbol del conocimiento: Vimos que generación tras generación habíamos sido objeto de un gigantesco engaño, de una mentira asociada al estatus y al poder. Porque, como decía el tio Ben, un gran poder conlleva una gran responsabilidad y a nosotros, nuestros padres, nuestros abuelos y el resto de antepasados se las dieron todas en la misma cara porque fueron unos caballeros.
No se trata de convertirnos en unos hijos de puta porque tampoco lo fueron (¿o si?) quienes se beneficiaron del concepto de caballerosidad para aprovecharse siglo tras siglo de generaciones de hombres que nunca supieron si iban, venían, o qué coño hacían. Se trata de empezar a valorarnos, de entender que nuestra vida tiene un sentido, un camino, y que ni es ni tiene por que ser convertirnos en aprovisionadores ni en muñecos hinchables de nadie. Si os parece, podemos empezar por volver a valorar el dinero.

Cuando invitamos a los amigos o a la amiga en el bar, cuando nos despreocupamos de cómo y en qué se gasta el dinero que antes habíamos ganado estamos renunciando a una parte de nosotros mismos, y lo hacemos libremente porque nadie nos obliga a ello. Elegimos hacer una donación a personas que nos importan por caballerosidad, educación o porque sí, damos sin esperar nada a cambio más allá de un reconocimiento que sabemos efímero porque somos conscientes de que tenemos que recargarlo casi continuamente. Esperar recibir algo a cambio no es de caballeros, es de rufianes interesados y ninguno de nosotros aspira a tan bajo tratamiento, pero si pudiéramos pararnos a pensar por un momento podríamos darnos cuenta de que aquellos con los que creemos compartir realmente sólo están ahí para recibir y que, fuera de esos amigos que al igual que nosotros se prestan por hacer la misma donación de su dinero que nosotros hicimos antes, el resto desaparecerán cuando lo hagan el estatus y nuestro papel como fuentes de vida fácil.

Es prosaico y poco caballero hablar de dinero, pero también inevitable. Primero, porque no ser caballero no significa necesariamente ser rufián como no creemos que lo sean aquellos que se benefician de nosotros, y segundo porque habría que preguntarse cómo hemos hecho para conseguirlo y eso a buen seguro nos dará una información clara sobre su auténtico valor. Es más fácil gastarse lo que te tocó en un sorteo de la primitiva que aquello para lo que trabajaste durante varios años, o al menos así podría y me atrevo a decir que debería ser. Porque ese dinero que tan alegremente regalamos a unos y otros para hacerles la vida más fácil suele ser una parte de nuestra vida, el fruto de un tiempo de esclavitud pagada que ocupa la mayor parte de nuestros días. Desde que Adán adquirió el conocimiento al comer del árbol fue consciente de que ganaría el pan con el sudor de su frente y así ha sido para la mayor parte de nosotros. Tal vez por eso a alguien se le ocurrió devolvernos a la ignorancia, hacernos creer que el sentido de nuestra vida era aprovisionar a los otros y crear una familia en la que desempeñar el papel de pater por mucho que éste haya sido a lo largo de la historia más irrelevante que otra cosa.

Nos valoramos poco porque valoramos poco nuestro dinero, porque nos lo gastamos y permitimos que se gaste alegremente, que nos lo arrebaten los mercaderes con sus estrategias de marketing, nuestras familias con la avidez por consumir que caracteriza a muchas de ellas y todos aquellos que incluso más allá del comercio tradicional nos generan necesidades que sólo ellos pueden satisfacer y que nunca compensarán el tiempo de nuestras vidas que hemos dedicado a ellas. Nos valoramos poco porque no reivindicamos nuestros derechos, porque nos callamos asumiendo el rol de caballero que parecen habernos grabado en los genes, porque los hombres no se quejan, no lloran, sólo actúan y lo hacen para colaborar para el bien de otros, porque aceptamos con resignación el rol de esclavo que la sociedad nos impone para poder obtener una retribución que mayoritariamente disfrutan y gastan otros, porque realizamos conductas de riesgo que nos llevan a una destrucción más o menos lenta para poder soportar el desasosiego que nos supone no poder expresar lo que sentimos simplemente porque no se nos valora o no se tiene en cuenta.

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