lunes, 27 de junio de 2011

La boda, paradigma de dominación femenina

El otro día fui de invitado a una boda. Supongo que el hecho de contraer matrimonio ha sido siempre el ritual más importante dentro del mundo privado, un evento que une a dos familias y que crea una nueva que tendrá, sobre todo, la misión de traer hijos al mundo. En ellas cada uno muestra su posición social, su poderío y también sus recursos económicos. Son, como la mayoría de las celebraciones, un circo orientado a la demostración.

Yo me casé hace unos años, ya unos cuantos, cuando las cosas no eran tan exageradas como ahora. También fui en mi papel de novio un personajillo marginal, ese que va vestido de colores discretos para que la novia pueda brillar en todo su esplendor. Desde entonces, y sin haberlo elegido explícitamente, cargo con el peso de ser el aprovisionador de la nueva familia al mismo tiempo que soporto ciertas cosas que se consideran normales por el hecho de ser hombre. Pero eso parece no ser nada a tenor de lo que presencié la otra mañana.

El novio, ataviado como un pingüino hortera con un traje de tan dudoso gusto que dudo muy seriamente que pudiera haberlo elegido él solito, esperó durante un rato larguísimo a una novia que viajaba en un coche imperial, con su séquito y atavíos dignos de la ocasión. Los hombres parecíamos todos uniformados, con trajes oscuros, camisas y corbatas casi idénticas, mientras las mujeres brillaban a nuestro lado con variados vestidos de variadas formas y colores. Ellas fueron las protagonistas en todo momento y nosotros los acompañantes. Lo importante era cuál se había gastado tanto o más en el vestido de cuál otra, de quién eran los complementos y qué peinado era más vistoso.

Aquello me recordó a una colmena donde los zánganos éramos los del traje, las obreras parecían no existir, y luego había reinas de nivel b (las que reinaban en cada una de nuestras parejas, ataviadas como tales reinas) y la reina de nivel A, la del aparente Estado supranacional, vestida de color crudo con velo y una larga cola, acompañada por un ridículo pingüino.

La cosa no terminó ahí. En el banquete nupcial, en un hotel de campanillas, camareros y camareras estuvieron de acuerdo en algo: Se sirve primero a las invitadas y después a los invitados. Al novio le cortaron la corbata y le firmaron los calzoncillos, para terminar dejándolo en paños menores y arrojándolo a la piscina sin miramientos mientras él se dejaba hacer todo lo que quisieran sin protestar, supongo que por exigencias del guión. A ella le cortaron la liga discretamente, casi sin que nadie se enterase. Los invitados e invitadas, a todo esto, no protestábamos: Asumíamos que al novio hay que hacerle todo tipo de perrerías y que a la novia había que respetarla, y considerábamos como muestra de cortesía el hecho de que sistemáticamente se sirvieran las viandas a las mujeres antes que a los hombres.


La boda es el símbolo del poder femenino en nuestra sociedad, la exaltación de la maternidad, del desprecio por todo lo que sea masculino. Se viste al novio como un payaso, se le corta la corbata (símbolo fálico por excelencia), se le bajan los pantalones, se le fotografía en ropa interior, se le lanza a la piscina y se le firman los calzoncillos mientras ella se escuda en la complicidad de los demás y en el poder que va adquiriendo a cada minuto que pasa. No es, como nos quieren contar las ideólogas e ideólogos del género, un engaño en el que la niña pasa de princesa a esclava, sino el inicio de la esclavitud del niño.

jueves, 23 de junio de 2011

Engaños de la propaganda feminista








A veces todo me parece tan simple que me asusta. Aunque la propaganda feminista radical parece habernos dejado tranquilos desde hace un tiempo, supongo que tras el hartazgo de éxitos que han obtenido desde su advenimiento al poder con el gobierno del señor ZP, sigue sin ser el momento de bajar la guardia.

Una sociedad preocupada por la crisis económica, el paro, la imposibilidad de llegar a fin de mes y las telarañas en la cuenta bancaria no tiene tiempo para preocuparse del patriarcado, los violentos piropos de género y otros inventos de la propaganda. Ahora hay que intentar sobrevivir, pagar las deudas que se contrajeron por la mala cabeza y el afán de protagonismo de un buen número de personas vacías y rezar para que las cosas no se pongan peor. La época dorada del feminismo de género ha pasado.

Pasó pero ha dejado huella. Una legislación tan progresista que, al amparo del Tribunal Constitucional, permite que haya un trato diferente hacia las víctimas de la violencia según su sexo. Una exaltación de la maternidad hasta tal punto que por mucho que se aprueben leyes de custodia compartida siguen siendo las madres quienes controlan y dirigen la vida de los hijos manteniendo al padre en el papel marginal de canguro de fin de semana y cajero automático todos los días.

El feminismo radical ha permitido pasar de aquella rancia caballerosidad que consideraba tan "inferiores" a las mujeres que prescribía que había que dejarles el asiento en el autobús y la casa y las rentas cuando uno, en un acto de "hombría" decidía irse con otra, a la concepción de un patriarcado en el que el hombre es el dominador, el explotador, el macho que intenta dominar y a quien no le duelen prendas a la hora de ejercer su poder. Antiguamente el hombre se creía poderoso y por eso cedía privilegios a la mujer, actualmente se considera malvado y son los poderes públicos quienes se ocupan de que ceda lo que su mujer necesite y bastante más.


Uno de las grandes mentiras del feminismo radical ha sido uno de sus dogmas de fe: El hombre es el dominador y la mujer la dominada. Desde hace muchos años, quizás desde siempre, la maternidad ha sido muy valorada y ha constituido el núcleo duro del poder de la mujer. Ellas siempre han tenido la sartén por el mango, mientras ellos, aquellos que se creían poderosos, en realidad han sido unos pobrecillos que necesitaban el convencimiento de la paternidad para salir adelante. Ellas han sido las dominadoras porque ellas eran quienes tenían la llave de la creación de nueva vida. Ellas, óvulos que nunca se movieron de su casa y cuyo trabajo fundamental era elegir al hombre-espermatozoide que habría de fecundarlas. Ellos eran los espermatozoides, seres de usar y tirar, a los que nadie quería pero que se necesitaban sólo mientras cumplían una función.

El hombre, el varón, el macho, nunca ha sido el todopoderoso, sino el superfluo, el inútil, el tonto al que se le hacía sentir importante para que trabajase sin rechistar. Fue y será un instrumento más, del que se obtenía provecho dándole sexo o haciéndole creer que era padre de una criatura. La dominación masculina es un engaño, una falacia: Él siempre ha sido el esclavo.

Ellas siguen siendo los óvulos y nosotros los espermatozoides. Desgraciadamente algunas cosas, casi todas, nunca cambian.