AL HILO DE LA MANADA
Y LAS OTRAS MANADAS
Nueve años por
abuso sexual, mucho para los pocos que pedían la absolución, nada
para el gigantesco rebaño que si hubiera podido habría pedido la
crucifixión en la plaza pública pero que parece conformarse con
veinticinco años de prisión. En medio, dos jueces que apoyan la
hipótesis del abuso y otro que emite un voto particular y se muestra
favorable a que no haya condena, aun siendo consciente de lo que eso
iba a suponer en cuanto la opinión pública tuviera constancia de su
acción. Y, como observadores en superficie, la mayoría de la
sociedad con visiones más o menos parciales y siempre mediadas por
el afecto y la identificación con una de las dos posturas.
La sentencia tiene
más de trescientos folios y en el texto se detallan los hechos que
se consideran probados, las versiones de cada una de las partes, las
consideraciones que se llevan a cabo sobre todo esto, las razones
jurídicas para tomar en cuenta esto sí y esto no, y el juicio del
tribunal que condena a cada uno de los cinco miembros de la manada a
nueve años de cárcel. No ha sido dictada en una noche de insomnio,
sino tras realizar profundas investigaciones sobre hechos privados
que sólo conocen cada una de las partes implicadas en ellos, y otros
más públicos en los que intervienen ya funcionarios policiales. Se
han recogido testimonios, se ha analizado su credibilidad y se ha
llegado a una decisión que se puede recurrir por las vías legales
establecidas, que llevarían a reconsiderar las investigaciones, la
fundamentación jurídica de la decisión y la idoneidad de ésta,
como ocurre con cualquier decisión judicial.
Los jueces han
integrado todo un cuerpo de información recopilada durante dos años,
han tenido acceso a los testimonios de quienes estuvieron allí, de
quienes observaron lo ocurrido después, de todos aquellos a quienes
los abogados de una y otra parte consideraban que podían arrojar
alguna luz sobre lo sucedido, y han dictaminado que se dio abuso
sexual y no violación. Y, cuando esto ha ocurrido, buena parte del
pueblo se ha rasgado las vestiduras y ha arremetido contra quien tuvo
la osadía de, en el ejercicio de sus funciones y siguiendo un
procedimiento estructurado y orientado a que la justicia en la vía
penal sea lo más justa posible intentando no dañar al falso
culpable ni que se escape sin castigo el falso inocente, no ha
decidido condenar a cárcel casi de por vida a esos cinco individuos
que cometieron tamaña felonía. Y no digamos la que le está cayendo
a aquel que, en consonancia con su interpretación de lo sucedido y
también en el ejercicio de sus funciones, consideró que los
acusados habían de ser absueltos.
Y es que creo que en
esta situación se han dado dos juicios paralelos. Uno, el que se ha
producido en el tribunal, del que hasta que no se demuestre otra cosa
no tenemos razón para dudar de su ajuste a la ley, y otro el que ha
tenido lugar en las calles, los periódicos, las emisoras y las
microtertulias callejeras a las que somos tan aficionados. En el
primero se han juzgado unos hechos, en el segundo lo impresentable de
agredir sexualmente a una mujer entre cinco individuos que
representan en el imaginario colectivo la encarnación del arquetipo
del violador, lo miserable de forzar a tener sexo por todas las vías
imaginables a una pobre muchachita sola e indefensa que había
marchado a otra ciudad para divertirse y acabó siendo cazada por una
manada de bestias inmundas que sólo pensaban en satisfacer con ella
sus más bajos instintos. Los jueces se ocuparon de una situación
concreta, que según sus datos se desarrolló de una manera concreta,
y cuando en su labor buscaron la figura penal que mejor la
describiera encontraron que se trataba de la de abuso sexual, y con
matices dada la opinión del tercero. Buena parte del pueblo se ocupó
de hacer pagar a esos cinco impresentables las culpas de todo un
elenco de violadores pasados y futuros, utilizándolos como chivo
expiatorio del miedo que todos tenemos que ataquen la catedral que es
nuestro cuerpo o el de nuestras y nuestros seres queridos. Y, cuando
los jueces han juzgado la situación específica, los agitadores del
pueblo la han emprendido con ellos creyendo que matando al mensajero
acaban con el problema.
El desacuerdo con
los dictámenes de los tribunales se expresa recurriendo sus
sentencias ante la autoridad judicial competente y no atacando a los
jueces o magistrados. El desacuerdo con las leyes se expresa pidiendo
a los partidos políticos que las elaboran que procedan a su
modificación, y no amenazando a tal o cual cargo elegido
democráticamente con el fin de acojonarlo y que ceda ante nuestras
reivindicaciones. Porque ni jueces ni políticos son una panda de
enviados del demonio que han llegado al mundo para jodernos la vida,
sino miembros de la comunidad que intentan hacer un trabajo como
cualquiera de nosotros y hacerlo de la forma más beneficiosa para la
comunidad que se puede. Pero si los atemorizamos serán susceptibles
a la influencia de aquellos que no buscan precisamente el bien común
y entonces el perjuicio será para el pueblo, para todos y cada uno
de nosotros. Es muy fácil culpar a quien decide, y muy difícil
tomar la decisión.
Es difícil ser
funcionario público, en general es difícil prestar cualquier
servicio público. Las más de las veces la búsqueda del bien común
implica algún perjuicio particular. Escuchar sólo el testimonio de
la denunciante en el caso de la manada llevaría a condenar a
veinticinco años de cárcel a cada uno de sus agresores y a que ella
percibiera una cuantiosa indemnización que podría arreglarle las
cuentas para buena parte de su vida si la administrase con mesura.
Escuchar sólo el testimonio de los denunciados llevaría a su
absolución y podría abrir la vía a que fuesen ellos quienes
denunciasen a la ahora denunciante por perjurio. Escuchar los dos
testimonios ha llevado a la salomónica decisión de nueve años de
cárcel para cada uno y una menor indemnización para la denunciada.
Cualquiera de las decisiones habría sido cuestionada y ambos
testimonios tienen puntos oscuros que hacen dudar de su completa
veracidad. Si a esto añadimos que en España cada ciudadano es un
juez sin oposición y que nos permitimos opinar a la ligera sobre
cuestiones tan trascedentes con información sesgada o falta de
información la cosa se complica aún más, y mira que es difícil.
Pero es que no sólo son estos jueces, tenemos el caso del magistrado
del Tribunal Supremo Pablo Llarena que ha tenido la osadía de
aplicar el ordenamiento jurídico en el caso del independentismo
catalán y cuya esposa afirma que no puede andar tranquila por la
calle. Llarena, número uno de su promoción e hijo de jueces, ha
recibido un buen número de amenazas.
Otro caso
significado, y fuera del ámbito político, es el del árbitro que
pitó el controvertido penalti que dio la clasificación al Real
Madrid en cuartos de final de la Champions League ante la Juventus de
Turin. Michael Oliver denunció ante la justicia de su país el haber
recibido mensajes con amenazas de muerte hacia su mujer después de
ese partido. También en este caso, al igual que ocurre con el juicio
de la manada, dependiendo del apasionamiento con que se vean las
imágenes uno piensa que fue o no fue penalti. Pero la diferencia
entre Oliver y los jueces es que éstos han contado con todo tipo de
análisis y han tenido todo el tiempo del mundo para decidir. Y, por
supuesto, que un penalti por mucho dinero que suponga es algo
irrelevante si lo comparamos con el atentado a la dignidad e
integridad que supone una agresión sexual.
Ahora nuestro mundo
está viralizado, todo lo que ocurre aparece rápidamente en las
redes sociales y poder lanzar al mundo nuestras opiniones de modo
instantáneo es cada vez más común. Ser activista ahora es mucho
más sencillo que en el siglo XX, y organizarse vía facebook,
twitter o whatsapp facilísimo, como bien saben los lobbys que
dirigen de modo invisible buena parte de nuestros destinos. Si a ello
unimos que los medios de comunicación no gozan de imparcialidad
porque se deben a sus anunciantes y audiencia, y que se nos ha
impuesto un discurso dominante que impide de facto la expresión de
opiniones contrarias a la tiranía de lo políticamente correcto,
podemos entender fácilmente la presión a la que sometemos a quien
ha de actuar con imparcialidad en nuestras vidas. Maestros que temen
a los padres si suspenden al niño, policías que miran para otro
lado cuando tendrían que velar por nuestra seguridad porque saben
que si actúan pueden ser sancionados por cumplir con un deber que
poco tiene que ver con la ideología dominante, médicos que ejercen
una medicina defensiva basada en pruebas, jueces que se ven
presionados para fallar a favor de lo que las masas quieren y no al
ordenamiento jurídico, no son lo mejor para el bien común. Y es que
esta sociedad antisistema, anárquica y egocéntrica que socava sus
cimientos y las estructuras que creó para asegurar la convivencia al
final nos aliena a todos.
Podemos opinar lo
que nos dé la gana sobre el penalti, sobre la independencia de
Cataluña, sobre si el hombre llegó o no a la luna, o sobre si el
big bang fue o no el origen del universo. Pero si atemorizamos a
quien tiene que defendernos lo más posible es que mire primero por
su culo que por el nuestro. Y, mientras, quien realmente dirige los
hilos de todo esto está riéndose cómodamente de todos nosotros,
enriqueciéndose segundo a segundo mientras el pueblo se empobrece,
pagando por un sexo vacío y recocijándose en el sufrimiento que
genera su bienestar. Pero ese pequeño grupo es invisible, intocable
e inaprensible.
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