sábado, 28 de abril de 2018

Al hilo de la manada y las otras manadas


AL HILO DE LA MANADA Y LAS OTRAS MANADAS

Nueve años por abuso sexual, mucho para los pocos que pedían la absolución, nada para el gigantesco rebaño que si hubiera podido habría pedido la crucifixión en la plaza pública pero que parece conformarse con veinticinco años de prisión. En medio, dos jueces que apoyan la hipótesis del abuso y otro que emite un voto particular y se muestra favorable a que no haya condena, aun siendo consciente de lo que eso iba a suponer en cuanto la opinión pública tuviera constancia de su acción. Y, como observadores en superficie, la mayoría de la sociedad con visiones más o menos parciales y siempre mediadas por el afecto y la identificación con una de las dos posturas.

La sentencia tiene más de trescientos folios y en el texto se detallan los hechos que se consideran probados, las versiones de cada una de las partes, las consideraciones que se llevan a cabo sobre todo esto, las razones jurídicas para tomar en cuenta esto sí y esto no, y el juicio del tribunal que condena a cada uno de los cinco miembros de la manada a nueve años de cárcel. No ha sido dictada en una noche de insomnio, sino tras realizar profundas investigaciones sobre hechos privados que sólo conocen cada una de las partes implicadas en ellos, y otros más públicos en los que intervienen ya funcionarios policiales. Se han recogido testimonios, se ha analizado su credibilidad y se ha llegado a una decisión que se puede recurrir por las vías legales establecidas, que llevarían a reconsiderar las investigaciones, la fundamentación jurídica de la decisión y la idoneidad de ésta, como ocurre con cualquier decisión judicial.

Los jueces han integrado todo un cuerpo de información recopilada durante dos años, han tenido acceso a los testimonios de quienes estuvieron allí, de quienes observaron lo ocurrido después, de todos aquellos a quienes los abogados de una y otra parte consideraban que podían arrojar alguna luz sobre lo sucedido, y han dictaminado que se dio abuso sexual y no violación. Y, cuando esto ha ocurrido, buena parte del pueblo se ha rasgado las vestiduras y ha arremetido contra quien tuvo la osadía de, en el ejercicio de sus funciones y siguiendo un procedimiento estructurado y orientado a que la justicia en la vía penal sea lo más justa posible intentando no dañar al falso culpable ni que se escape sin castigo el falso inocente, no ha decidido condenar a cárcel casi de por vida a esos cinco individuos que cometieron tamaña felonía. Y no digamos la que le está cayendo a aquel que, en consonancia con su interpretación de lo sucedido y también en el ejercicio de sus funciones, consideró que los acusados habían de ser absueltos.

Y es que creo que en esta situación se han dado dos juicios paralelos. Uno, el que se ha producido en el tribunal, del que hasta que no se demuestre otra cosa no tenemos razón para dudar de su ajuste a la ley, y otro el que ha tenido lugar en las calles, los periódicos, las emisoras y las microtertulias callejeras a las que somos tan aficionados. En el primero se han juzgado unos hechos, en el segundo lo impresentable de agredir sexualmente a una mujer entre cinco individuos que representan en el imaginario colectivo la encarnación del arquetipo del violador, lo miserable de forzar a tener sexo por todas las vías imaginables a una pobre muchachita sola e indefensa que había marchado a otra ciudad para divertirse y acabó siendo cazada por una manada de bestias inmundas que sólo pensaban en satisfacer con ella sus más bajos instintos. Los jueces se ocuparon de una situación concreta, que según sus datos se desarrolló de una manera concreta, y cuando en su labor buscaron la figura penal que mejor la describiera encontraron que se trataba de la de abuso sexual, y con matices dada la opinión del tercero. Buena parte del pueblo se ocupó de hacer pagar a esos cinco impresentables las culpas de todo un elenco de violadores pasados y futuros, utilizándolos como chivo expiatorio del miedo que todos tenemos que ataquen la catedral que es nuestro cuerpo o el de nuestras y nuestros seres queridos. Y, cuando los jueces han juzgado la situación específica, los agitadores del pueblo la han emprendido con ellos creyendo que matando al mensajero acaban con el problema.

El desacuerdo con los dictámenes de los tribunales se expresa recurriendo sus sentencias ante la autoridad judicial competente y no atacando a los jueces o magistrados. El desacuerdo con las leyes se expresa pidiendo a los partidos políticos que las elaboran que procedan a su modificación, y no amenazando a tal o cual cargo elegido democráticamente con el fin de acojonarlo y que ceda ante nuestras reivindicaciones. Porque ni jueces ni políticos son una panda de enviados del demonio que han llegado al mundo para jodernos la vida, sino miembros de la comunidad que intentan hacer un trabajo como cualquiera de nosotros y hacerlo de la forma más beneficiosa para la comunidad que se puede. Pero si los atemorizamos serán susceptibles a la influencia de aquellos que no buscan precisamente el bien común y entonces el perjuicio será para el pueblo, para todos y cada uno de nosotros. Es muy fácil culpar a quien decide, y muy difícil tomar la decisión.

Es difícil ser funcionario público, en general es difícil prestar cualquier servicio público. Las más de las veces la búsqueda del bien común implica algún perjuicio particular. Escuchar sólo el testimonio de la denunciante en el caso de la manada llevaría a condenar a veinticinco años de cárcel a cada uno de sus agresores y a que ella percibiera una cuantiosa indemnización que podría arreglarle las cuentas para buena parte de su vida si la administrase con mesura. Escuchar sólo el testimonio de los denunciados llevaría a su absolución y podría abrir la vía a que fuesen ellos quienes denunciasen a la ahora denunciante por perjurio. Escuchar los dos testimonios ha llevado a la salomónica decisión de nueve años de cárcel para cada uno y una menor indemnización para la denunciada. Cualquiera de las decisiones habría sido cuestionada y ambos testimonios tienen puntos oscuros que hacen dudar de su completa veracidad. Si a esto añadimos que en España cada ciudadano es un juez sin oposición y que nos permitimos opinar a la ligera sobre cuestiones tan trascedentes con información sesgada o falta de información la cosa se complica aún más, y mira que es difícil. Pero es que no sólo son estos jueces, tenemos el caso del magistrado del Tribunal Supremo Pablo Llarena que ha tenido la osadía de aplicar el ordenamiento jurídico en el caso del independentismo catalán y cuya esposa afirma que no puede andar tranquila por la calle. Llarena, número uno de su promoción e hijo de jueces, ha recibido un buen número de amenazas.

Otro caso significado, y fuera del ámbito político, es el del árbitro que pitó el controvertido penalti que dio la clasificación al Real Madrid en cuartos de final de la Champions League ante la Juventus de Turin. Michael Oliver denunció ante la justicia de su país el haber recibido mensajes con amenazas de muerte hacia su mujer después de ese partido. También en este caso, al igual que ocurre con el juicio de la manada, dependiendo del apasionamiento con que se vean las imágenes uno piensa que fue o no fue penalti. Pero la diferencia entre Oliver y los jueces es que éstos han contado con todo tipo de análisis y han tenido todo el tiempo del mundo para decidir. Y, por supuesto, que un penalti por mucho dinero que suponga es algo irrelevante si lo comparamos con el atentado a la dignidad e integridad que supone una agresión sexual.

Ahora nuestro mundo está viralizado, todo lo que ocurre aparece rápidamente en las redes sociales y poder lanzar al mundo nuestras opiniones de modo instantáneo es cada vez más común. Ser activista ahora es mucho más sencillo que en el siglo XX, y organizarse vía facebook, twitter o whatsapp facilísimo, como bien saben los lobbys que dirigen de modo invisible buena parte de nuestros destinos. Si a ello unimos que los medios de comunicación no gozan de imparcialidad porque se deben a sus anunciantes y audiencia, y que se nos ha impuesto un discurso dominante que impide de facto la expresión de opiniones contrarias a la tiranía de lo políticamente correcto, podemos entender fácilmente la presión a la que sometemos a quien ha de actuar con imparcialidad en nuestras vidas. Maestros que temen a los padres si suspenden al niño, policías que miran para otro lado cuando tendrían que velar por nuestra seguridad porque saben que si actúan pueden ser sancionados por cumplir con un deber que poco tiene que ver con la ideología dominante, médicos que ejercen una medicina defensiva basada en pruebas, jueces que se ven presionados para fallar a favor de lo que las masas quieren y no al ordenamiento jurídico, no son lo mejor para el bien común. Y es que esta sociedad antisistema, anárquica y egocéntrica que socava sus cimientos y las estructuras que creó para asegurar la convivencia al final nos aliena a todos.

Podemos opinar lo que nos dé la gana sobre el penalti, sobre la independencia de Cataluña, sobre si el hombre llegó o no a la luna, o sobre si el big bang fue o no el origen del universo. Pero si atemorizamos a quien tiene que defendernos lo más posible es que mire primero por su culo que por el nuestro. Y, mientras, quien realmente dirige los hilos de todo esto está riéndose cómodamente de todos nosotros, enriqueciéndose segundo a segundo mientras el pueblo se empobrece, pagando por un sexo vacío y recocijándose en el sufrimiento que genera su bienestar. Pero ese pequeño grupo es invisible, intocable e inaprensible.

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